jueves, enero 03, 2008

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¿De qué va todo esto?
Paulo Coelho y su cóctel de espiritualidad
El más allá de un escéptico

miércoles, noviembre 21, 2007

El porqué de la fiesta



Por Josef Pieper


Nuestra alérgica sensibilidad a las grandes palabras nos impide quizá hablar de la fiesta como de un «día de júbilo». Sin embargo, apenas estaríamos en desacuer­do con quien, exagerando un poco, dijera de la fiesta que es una «cosa alegre». Es un día en el que los hom­bres se alegran. Aun quien tenga por una «habilidad» encontrar tales hombres, quiere tan sólo decir que se ha hecho difícil y raro participar festivamente en la fiesta. Indiscutible permanece que el día festivo es un día de alegría. Un griego de la primitiva cristiandad ha dicho incluso: «Fiesta es alegría y nada más».


Pero la alegría es, por naturaleza, algo subordinado, algo secundario. Nadie puede alegrarse «absolutamente» por razón de la alegría. En verdad que es absurdo preguntar a un hombre por qué quiere alegrarse; y, sin embargo, la exigencia de alegría no es otra cosa que el deseo de que debería haber motivo y ocasión para ale­grarse. Tal motivo, si lo hay, es anterior a la alegría y distinto de ella. El motivo es lo primero, la alegría es lo segundo.


El motivo de la alegría es siempre el mismo, aunque presente mil formas concretas: uno posee o recibe lo que ama; y da lo mismo que ese poseer o ese recibir sean realmente actuales o una simple esperanza o un recuerdo. La alegría es una manifestación del amor. Quien no ama a nada ni a nadie no puede alegrarse, por muy desesperadamente que vaya tras ello. La ale­gría es la respuesta de un amante a quien ha caído en suerte aquello que ama.


Si es cierto que no puede pensarse una auténtica fiesta sin alegría, no lo es menos que debe haber antes un motivo para alegrarse, digamos, un «festivo por qué». Más exactamente: no basta que haya un motivo objetivo, sino que es preciso que el hombre lo consi­dere y reconozca como tal; debe sentirlo incluso como algo que le ha caído en suerte, por el hecho de amar. De manera extraña se ha atribuido alguna vez a la fiesta una objetividad inapropiada, como si pudiera te­ner lugar «incluso sin asistentes». «También hay Pas­cua donde nadie la celebra». Me parece que esto son imaginaciones, toda vez que se habla de la fiesta como de una realidad humana.


La estructura interna de una auténtica fiesta se en­cuentra del modo más conciso y claro en la incompa­rable sentencia de San Juan Crisóstomo: Ubi caritas gaudet, ibi est festivitas, donde se alegra el amor, allí hay fiesta.


Pero ¿qué motivo ha de ser el que haga posible la alegría festiva e incluso la fiesta misma? «Plantad en el centro de una plaza desnuda un poste coronado de flores, convocad al pueblo... y tendréis una fiesta.» Debería pensarse que cualquiera ve que esto es bas­tante poco. Sin embargo, en modo alguno me he inven­tado yo la frase para ponerla de ejemplo de una in­genua simplificación; antes bien, procede de Jean Jacques Rousseau. Es casi una simplificación tan descon­soladora como ésta pensar que simples «ideas» pueden ser el motivo de auténticas fiestas. Para ello es preciso algo más y distinto: quien las celebra, y sólo él, debe participar en un acontecimiento real. Por eso no es de extrañar que, por ejemplo, el intento racionalista de celebrar la Pascua como la fiesta de la «inmortalidad» hubo de caer en el vacío, sin hablar de proyectos tan fantásticos como los de Augusto Comte, que en un ca­lendario elaborado por él preveía las fiestas de la «humanidad», de la «paternidad» e incluso de la «intimidad del hogar». Ni siquiera la idea de libertad sería capaz de mover a los hombres a poner las luminarias de una fiesta, pero sí, en cambio, el hecho de una liberación, en el supuesto de que ese acontecimiento, aun lejano en el tiempo, posea todavía, en el día de la fiesta, una presencia efectiva. No toda conmemoración es una fies­ta. Lo pasado, en sentido estricto, no puede conmemorarse festivamente a no ser que la vida de la comunidad celebrante reciba de ello brillo y realce, no en virtud de una mera reflexión histórica, sino por ser una reali­dad históricamente activa. Si no se entiende la Encar­nación de Dios como un acontecimiento que afecta de manera inmediata a la actual existencia de los hombres, es imposible y aun absurdo celebrar festivamente la Navidad.


Josef Andreas Jungmann ha formulado hace poco la idea de que la fiesta, como institución, presenta un carácter derivado, mientras que la «forma originaria» de la fiesta se encuentra allí donde se celebre un acon­tecimiento concreto, como nacimiento, boda o vuelta al hogar. Si con ello quiere decirse que el acontecimiento concreto es el motivo «propio» e incluso «último» al que puede llegar una interpretación teórica de la fiesta, no me parece esto del todo convincente. Es posible, e incluso necesario, seguir preguntándose, por ejemplo: ¿Por qué es un acontecimiento concreto el motivo de una fiesta y de una celebración? ¿Puede celebrarse fes­tivamente el nacimiento de un niño si se está de acuer­do con la frase: «Es absurdo haber nacido...» (con lo que se cita obviamente a Jean-Paul Sartre)? Quien esté seriamente convencido de que «nuestra existencia es algo que mejor sería que no fuese» y de que, en consecuencia, no vale la pena vivir, ése ni puede «cele­brar» el nacimiento de un niño ni menos un cumple­años, sea el quince o el setenta, sea el propio o el ajeno. Ni un solo «acontecimiento concreto» puede dar motivo a una fiesta, a no ser... A no ser, ¿qué?


Debería poder mencionarse ahora el motivo de todos los motivos por los que se celebran acontecimientos como nacimiento, boda o vuelta al hogar con la sensa­ción de ser la parte de algo amado que le cae a uno en suerte, y sin lo que no hay alegría ni fiesta. De nue­vo es Nietzsche quien ha formulado la intuición deci­siva, alumbrada con dolor, al parecer, como resultado de fructíferas experiencias interiores, en las que era igualmente habitual la desesperación de no poder en­contrar «alegría en nada», como «el decir sin límites: sí y amén». La formulación se encuentra en los apuntes póstumos; dice así: «Para tener alegría por algo, se debe aprobar todo».


A toda alegría festiva excitada por algo concreto an­tecede necesariamente un asentimiento universal, que se extiende al mundo en su conjunto, tanto a la reali­dad de las cosas como a la existencia humana. Natural­mente, esa aprobación no debe acontecer en una con­ciencia refleja; ni siquiera requiere ser formulada. Sin embargo, continúa siendo el soporte único de la fiesta, sea lo que sea lo que in concreto se celebre. Y cuanto más profunda sea la radicalidad de la negación y más insuficientes sean, en consecuencia, los argumentos pen­últimos, más necesario será formular con palabras ese último fundamento. Me refiero a la convicción de que el «festivo por qué», fundamento en última instancia de toda fiesta, concisamente expresado, es el siguiente: todo lo que existe es bueno, y es bueno que exista. El hombre no puede hacer suya la suerte del amado si para él no son algo bueno—y, por tanto, «amado»—el mundo y la existencia.


Además, desde la otra orilla nos llega una especie de confirmación de todo esto. Allí donde encontremos, de corazón, que es «bueno», maravilloso, espléndido, arrebatador algo concreto, como un sorbo de agua fres­ca, el funcionamiento preciso de una herramienta, los colores de un paisaje, el encanto de una caricia, la ala­banza que va más allá de las palabras, allí hay un hálito de ese asentimiento del mundo entero. De ma­nera que es igualmente cierta la inversión—hecha por el mismo autor—de la frase antes citada: «Caso de aprobar un único momento, hemos dicho "sí" no sólo a nosotros mismos, sino a toda la existencia».


¿Es preciso señalar qué poco tiene que ver con este asentimiento un optimismo superficial o incluso la có­moda aprobación de los hechos? No hay que concebirlo como si hiciera caso omiso de todo lo terrible del mun­do; antes bien, habría de decirse que su profundidad se manifiesta precisamente en la confrontación con la perversión histórica. Ese asentimiento es de tal natura­leza que incluso debería atribuirse a los mártires, en su último silencio ante el golpe asesino de la violencia. Al interpretar teológicamente el Apocalipsis, se ha di­cho: no haber salido de su boca palabra alguna con­tra la creación divina es lo que diferencia al mártir cristiano. A pesar de todo, encuentra «muy bien» todo lo que existe; a pesar de todo, continúa siendo capaz de alegrarse e incluso, en la medida de lo que puede, de celebrar fiesta. Por el contrario, quien siempre, aun­que le vaya bien, rehusa aceptar la realidad como un todo, es incapaz de ambas cosas. Cuanto más dinero tenga y, sobre todo, cuanto de más tiempo libre dis­ponga, más angustiosamente se pondrá esto de mani­fiesto.


Eso vale en la misma medida para quien rehusa la aprobación de su propia existencia, en aquella situación sublime y difícil de entender, la «desesperación de la debilidad», de la que ha hablado Sören Kierkegaard, y que en la vieja ascética se llama acedía, «pereza del corazón». Se alude con ello a esa no cooperación, que afecta al manantial de la existencia, y que impide al hombre que, «angustiado, quiere dejar de existir», habitar consigo mismo y arrojado así de su propia casa, se refugia en el ruido ensordecedor del «trabajar y nada más que trabajar», en el pretencioso ajetreo de la pala­brería sofista, en la continua «diversión» mediante es­tímulos vacíos; en una palabra, se refugia en la tierra de nadie, que quizá está muy confortablemente insta­lada, pero que no deja sitio para el sosiego de un que­hacer con sentido, para la contemplación y, con ese motivo, para la fiesta.


La fiesta vive de la afirmación. Incluso el funeral, el Día de Difuntos y el Viernes Santo no podrían tener el carácter de fiesta si no existiera la certeza de que el mundo y la existencia, considerados en su totalidad, es­tán en orden. Si no hubiera «consuelo», las exequias serían un absurdo. El consuelo es, sin embargo, una forma de alegría, si bien la más callada. Como también es en el fondo una experiencia alegre la catarsis, la pu­rificación del alma en la realización compartida de la tragedia (aunque el emplazamiento propio de lo trágico no es la tragedia como literatura, sino la realidad histórica del hombre). Sólo se da «consuelo» en el supuesto de que se acepte y también se afirme, a pesar de todo, el dolor, la pena, la muerte.


Este es el momento de corregir la comparación que a veces se establece entre «festivo» y «alegre». Es un hecho altamente significativo el que la leyenda griega retrotraiga el origen de todas las funciones festivas a un rito funerario. De las fiestas de la antigüedad ro­mana se ha dicho siempre que no deben ser entendidas como simples «días de alegría». Naturalmente, no han de excluirse de la fiesta, llevada a su más libre plenitud, la gracia, la despreocupada hilaridad, la risa y el re­gocijo, como tampoco la broma o la verbena. Pero la fiesta es fiesta si el hombre reafirma la bondad del ser mediante la respuesta de la alegría. ¿No se nos mues­tra acaso esta bondad nunca tan claramente y con tal conmovedora vehemencia como en la súbita conmoción producida por la pérdida y la muerte? Esto es precisa­mente lo que Holderlin da a entender en su famoso dístico a la Antígona de Sófocles: «Muchos intentan en vano decir alegremente lo más alegre / Aquí se me ma­nifiesta al fin, aquí, en la tristeza.»


Así no es de extrañar que ambas—la afirmación de la existencia y su negación—sean difícilmente recono­cibles no solamente por el observador ajeno, sino también para la propia conciencia. Al mártir apenas le parecerá que afirma el mundo, a pesar de todo; tam­poco se contempla a sus ojos como un mártir, sino como acusado, encarcelado, ridículo, estrafalario y, sobre todo, enmudecido. Incluso la negación puede ser irreconocible. Por ejemplo, puede ser dominada por el placer, en sí altamente simpático y puramente vital, de danzar, can­tar, beber; placer al que no ha llegado la noticia de un sí rehusado. Pero esta negativa se puede ocultar ante todo tras la fachada más o menos forzada de una segu­ridad en la vida; la risa radiante de Sísifo, que «niega los dioses y mueve la piedra», es engañosa, incluso en el sentido de que logra posiblemente el engaño y quizá, lo que es mucho más difícil, el autoengaño.


Estrictamente es muy poco, por lo demás, considerar la afirmación del mundo como una simple condición y presupuesto de la fiesta. En realidad, es mucho más: es la sustancia misma de la fiesta. En su núcleo esencial no es otra cosa que la vivencia de esa afirmación!


Celebrar una fiesta significa celebrar por un motivo especial y de un modo no cotidiano la afirmación del mundo hecha ya una vez y repetida todos los días.


Así hablan igualmente los hallazgos obtenidos por la Historia de la cultura y de las religiones en la inves­tigación de las grandes fiestas paradigmáticas de las viejas culturas o de los pueblos primitivos. Porque aque­lla afirmación, en la medida en que se produce, es «válida» sin cesar, y continuamente es de esperar que en razón de ella puedan darse miles de motivos legítimos para celebrar una fiesta: desde la llegada de la prima­vera hasta la del primer diente, cantada por Mathias Claudius.


Así, tiene su razón de ser hablar de una fiesta, al menos latentemente, incesante. De hecho, la liturgia de la Iglesia no conoce sino festividades; lo que parece haber llevado por extraños vericuetos lingüísticos a que incluso la palabra feria—originariamente, tanto como «fiesta»—designa precisamente el día corriente, la fes­tividad celebrada cualquier día de la semana. Y un fi­lósofo y teólogo tan notable como Orígenes opinaba que la introducción de determinadas festividades se de­bió a los «catecúmenos» y «principiantes», que no eran «todavía» capaces de celebrar la «fiesta eterna». Pero éste es un tema sobre el que todavía es muy pronto discutir al nivel actual de nuestra investigación.


Ante todo debe formularse expresamente una conse­cuencia a la que lleva todo lo dicho hasta ahora. Como he experimentado muchas veces, suele recibirse tal con­secuencia con espontánea desazón y con el susceptible recelo de haber sido objeto de un asalto de forma poco correcta. Sin embargo, como creo, no hay posibilidad legítima alguna de evitarla, pues es avasalladora, tanto lógica como existencialmente.


La consecuencia tiene varios planos. Primero: no pue­de darse una afirmación del mundo en su conjunto más radical que la glorificación de Dios, que la ala­banza del creador de ese mismo mundo; no puede pen­sarse una aprobación del ser más intensiva, más incon­dicional. Si el núcleo de la fiesta consiste en que los hombres viven corporalmente su compenetración con todo lo que existe, entonces—segundo plano—es el acto del culto, la fiesta litúrgica, la forma más festiva de la fiesta. La otra cara de la moneda es—tercero—que no puede darse en el mundo aniquilación más letal y des­esperanzada que la negación de la alabanza cultual; ese «no» extingue incluso la chispa con la que aún podría inflamarse la llama extinguida de la fiesta.


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domingo, febrero 18, 2007

The meaning of sex

BY DAVID QUINN

We like to think we live in an age of honest talk about sex, but it isn’t true.




Jude Law and Cameron Diaz in The
Holiday



What is true is that we are very willing to talk about body parts and positions and sexual pleasure. In this, the franker we are the better. Sexual frankness is supposed to be the mark of an open mind. It is supposed to be the mark of a mind that has thrown off the repressive shackles of the past. The more frankly you can talk about sex, the more liberated you are. Or such is the theory anyway.

However, what we don’t talk about are all the other things sex is about and since sex is about so much more than sex itself, this is nothing short of calamitous for huge numbers of people. What has lately made it painfully obvious that we don’t talk about sex in any honest way is the so-called ’debate’ we have been conducting around the issue of the age of sexual consent. Should it is 16, 17 or 18? Is it about protecting teenagers from themselves, or from predatory adults, or both? Is our job simply to ensure that teenagers are educated in how to make uncoerced choices in sexual matters, and then supply them with condoms and get out of their way? Is it simply wrong for teenagers to have sex? Is it wrong for anyone at all of whatever age to have sex outside marriage?

What has not been discussed in any of this is the all-important, decisive topic of what sex is about. What is it directed towards? Why does it exist at all? If we don’t answer these questions correctly then we cannot hope to come up with a theory of what true sexual fulfilment is. If we don’t even ask these questions, then we can’t even hope to begin the debate.

To put it another way, what is missing from practically all talk about sex in Ireland is whether or not sex has a purpose. So, does it?

Before proceeding, however, let’s remind ourselves of the promises made by the sexual revolution. The theorists of the sex revolution began with an extremely reductive and naïve view of human nature, namely that sex is our fundamental and most basic impulse, and that this impulse is directed chiefly towards pleasure.

They imagined our sex drive as a kind of raging river that had to be let run its course or else the consequences would be dire. They imagined that anything which thwarted our sex drive acted as a kind of dam. The water would build up behind this dam and sooner or later something would have to give. Either we would start to act out in all kinds of sexually inappropriate ways, for example, paedophilia, or else we would be condemned to radically unhappy, neurotic and repressed lives which would often express themselves in terrible, burning rage.

The sex revolutionists said the only answer to this was to allow the sex drive run its natural course by not seeking to thwart it in any way.




Theories of ‘free love’ grew out of this. Love was conflated with sex, and the supposed freedom of ‘free love’ lay in the belief that sex could be consequence-free. The Pill added tremendous impetus to this belief. For the first time in history you could have sex and be almost 100pc sure that no pregnancy would result. And if it did, there would always be the fall-back option of abortion. Furthermore, there would be no need to commit to your sexual partner. You would only stay with him or her until such time as your sex drive took you somewhere else.

In fact, ‘free-love’ wasn’t free at all. So-called free love can only come by suppressing other parts of human nature, parts that are in fact intimately and inextricably linked with sex itself. Free love is only ‘free’ if we suppress our desire for children and, in the ultimate irony, if we suppress our desire for love.








In fact, ‘free-love’ wasn’t free at all. So-called free love can only come by suppressing other parts of human nature, parts that are in fact intimately and inextricably linked with sex itself. Free love is only ‘free’ if we suppress our desire for children and, in the ultimate irony, if we suppress our desire for love.




The brute fact of life that the sex revolutionaries completely lost sight of is that sex creates in us an instinct to bond emotionally as well as physically with the person we have sex with and if we suppress this instinct it can only be at huge cost to ourselves.

Just ask Robert Hughes. Hughes is one of the best respected art critics writing today. Back in the 1960s he ‘swung’ with the best of them. He thoroughly believed in free love. Like his fellow believers he thought he had found the secret of human happiness. He now admits he found only misery.

He met another acolyte of free love, Danne Patricia Emerson. They became lovers. She became pregnant. Against the whole philosophy of free love they decided to marry. Hughes was content with this. He stopped believing in free love when he actually fell in love. But Danne did not. She continued to take lovers. This plunged Hughes into a kind of emotional Hell. He really, genuinely loved Danne and even though the sex revolution regarded disapproval of sexual infidelity as an outmoded convention, for Hughes the disapproval was instinctual, visceral, ineradicable.

Hughes decided that love, and free love, are not compatible. Danne appears never to have come to this fundamental realisation. Her life led her deeper and deeper into drugs. She died in 2003, aged 60, almost certainly a victim of ‘free love’.

What Hughes discovered is that sex directs us towards love. It directs us towards commitment. This is one of the key purposes of sex and it is one that should be made plainly visible to people.

What happens if we ignore the emotional signals sex sends us? What happens if we insist on pretending that sex is only about the sex act itself? Eventually one of two things happens. Either we become hardened and sex loses all ability to incline us towards love and commitment, or else we become embittered. We become embittered because we expected more from our sexual partners than they are willing to give. We thought sex meant something more than sex. But for our sexual partners, it was only about sex. Therefore one person’s emotional hardness causes another person’s emotional bitterness. That is what happens when sex and commitment are separated.

If they are separated for too long, then the possibility becomes very real that a person will never find a committed, loving, sexual relationship, that the opportunity will simply have passed by. In that case pursuing sex for its own sake will have caused a person to miss out on one of the greatest sources of human happiness. This is what happens when we are taught that sex is only about sex.



The latest romantic-comedy showing in cinemas is The Holiday.
In it we meet two characters, Amanda and Graham, played by Cameron Diaz and Jude Law. Both are good looking, in their thirties, and single. They both have successful careers.

One night, while on her holiday, Amanda meets Graham and they have sex. Neither knows what the act signifies emotionally, but they know it signifies something. They are not so hardened yet that it has lost the ability to emotionally incline them towards one another.

However, the sex revolution has taught them that sex often doesn’t signal commitment, or even emotional warmth. Therefore, Amanda and Graham aren’t sure at first where to take their relationship, such as it is. If, on the other hand, they lived in a world which teaches that commitment should come before sex, then there would be no confusion. Amanda and Graham would know that having sex signifies commitment. For a Christian, of course, marriage is the ultimate commitment, the ultimate context for sex.

If commitment, or better still, marriage, came before sex, then there would be far fewer emotionally hardened, or emotionally bitter people in the world today. There would also be far fewer children without fathers because if adults were committed to one another before having sex, the chances are they would be jointly committed to their children as well.

Speaking of which, children are why sex exists in the first place. Amazingly, we have forgotten this. The only reason human beings consist of a male and a female is because we reproduce sexually, not asexually. Sex directly us towards love and commitment. More radically, it directs us towards children, and most people are not complete (insofar as we can be complete this side of Heaven) without children.

However, the sex revolution also tells us to put off, or ignore, or suppress our natural desire for children for as long as possible. Sometimes for too long. A growing number of people find themselves in their late 30s unable to have children meaning they have recourse to various forms of reproductive technology instead.

It is a curious, not to mention tragic thing that the sex revolution which promised to free us from repression did so by ushering in new forms of repression. It said we would be free if we believed that sex is simply about sex but it forgot that sex is even more about commitment and about children. The result is that we have repressed these parts of what sex is about instead and the further result is untold misery for untold numbers of people.

The sex revolutionaries tell us that children must be taught the ‘facts of life’. They are right. But they must be the correct facts. The facts of life, the facts of sex, are that to be truly satisfied we must know that while sex is certainly about sex, it is also about commitment, loving commitment. And it is about children. Our culture ignores this because it has forgotten what sex is for. The cost of that forgetting is incalculable.


ACKNOWLEDGEMENT

David Quinn. “The meaning of sex.” The Irish Catholic (January
14, 2007).

THE AUTHOR

David Quinn is one of Ireland's best known religious and social affairs commentators. For over six years he was editor of The Irish Catholic, Ireland's main Catholic weekly newspaper. He has written weekly opinion columns for The Sunday Times and The Sunday Business Post. He has contributed to publications such as First Things, the Human Life Review and the Wall Street Journal ( Europe edition). Currently he is working freelance and contributes weekly columns to The Irish Independent, Ireland's biggest selling daily paper, and the Irish Catholic. He appears regularly on Irish radio and television current affairs programmes.

Copyright © 2006 The Irish Catholic
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# 43 CUL - El sentido de la vida - Categoría: Naturaleza o cultura (The Meaning of life - Nature and culture)

sábado, enero 27, 2007

Paulo Coelho y su cóctel de espiritualidad

«Veronika decide morir», nuevo libro del escritor brasileño

Paulo Coelho no es un escritor minoritario o desconocido: sus cifras de ventas compiten con las de los más importantes best-seller, superando incluso a muchos de ellos en traducciones y en cifras de ventas. De hecho, es el segundo escritor más vendido de todo el mundo (26,5 millones de ejemplares traducidos a 43 idiomas en 119 países), detrás del también multimillonario John Grisham. Estos días es noticia por el arrollador éxito internacional de su última novela, Verónika decide morir, ya instalada en las listas de superventas. Aunque en ocasiones se le ha llegado a presentar como un autor religioso, las obras de Coelho se mueven en la indefinición, a mitad de camino entre la literatura y los libros de autoayuda y espiritualidad.

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Por Adolfo Torrecilla


El prestigio de este autor brasileño es tal que incluso ha sido condecorado con la Legión de Honor en Francia y con el Premio Crystal Award, otorgado por el Foro Económico de Davos. En España recibió el pasado año la Medalla de Oro de Galicia, condecoración que estuvo rodeada de polémica (¿qué tiene que ver la literatura de Coelho con Galicia?).


Su inexplicable éxito literario no ha sido fulminante. Sus libros, por su indefinición, se comenzaron a editar en pequeñas editoriales poco literarias y poco a poco han ido llegando al gran público. En España, sus novelas se publicaron primero en la editorial esotérica El Obelisco, luego en el sello Martínez Roca y por último, con la llegada de la popularidad y las ventas, ha pegado el salto a Planeta, donde ya existe la «Biblioteca Paulo Coelho», en la que se han recogido todos sus libros.


En España hace ya tiempo que sus obras sobrepasaron el millón de ejemplares, aunque todavía estamos lejos de los cerca de cuatro de Francia y los más de siete que ha vendido en Brasil, su país de origen.


A pesar del arrollador número de ventas, sus relaciones con la crítica literaria son conflictivas. Y es que sus libros (y en esto recuerda a otro fenómeno sociológico, Antonio Gala) no soportan un serio análisis crítico. Sus novelas son planas, esquemáticas, con unas tramas que abusan de un didactismo simplón, endulcorado con mensajes sugerentes (en sintonía con los mediocres libros de autoayuda) y repletos de una epidérmica sensibilidad espiritual.


LITERATURA POBRE


Quizá el secreto de su masiva aceptación popular esté, precisamente, en la aplastante sencillez argumental y narrativa, que facilita la lectura de un tipo de lectores poco exigentes con los productos literarios. En sus novelas, salvo algunas excepciones, apenas hay violencia y sexo. También hay que tener en consideración su estilo, bastante lírico y almibarado, repleto de mensajes filosóficos y optimistas sobre la vida y la necesidad de la religión.


El mensaje que se repite en sus narraciones, especialmente en El Alquimista, su libro más emblemático, es que todos podemos ser mucho mejores, que la inmortalidad es una meta que está al alcance de nuestras posibilidades, que tenemos derecho a que nuestros sueños se hagan realidad y que en cualquier momento de nuestra vida tenemos la posibilidad de fundirnos con la Totalidad, logrando la ansiada fusión íntima de nuestra Alma con el Mundo.


Estos mensajes están en todos sus libros. Publicó el primero a los 40 años,
El peregrino de Compostela (1987), libro en clave simbólica sobre las visiones esotéricas que tuvo durante su recorrido por el Camino de Santiago mientras realizaba un conjunto de pruebas esotéricas para ser nombrado caballero de la orden de RAM (Rigor, Armonía, Misericordia). Este libro está ambientado en pleno siglo XX, «y los conceptos de infierno, pecado y de demonio ya no tenían el menor sentido para ninguna persona con un mínimo de inteligencia», comenta en el libro.


LA FAMA DE EL ALQUIMISTA


Después publicó la novela que le ha dado más fama, El Alquimista, que condensa todo su pensamiento espiritual. Un joven pastor se encuentra con un misterioso personaje que le hace vivir todo tipo de experiencias sobrenaturales con el fin de que sus sueños, con la conspiración de todo el Universo, lleguen a buen puerto. Luego siguieron Brida (1990), A orillas del Río Piedra me senté y lloré (1994), Maktub (1994), La Quinta Montaña (1996), Manual del Guerrero de la Luz (1997) y la que ha publicado este año en España, Verónika decide morir (2000).


BAJO LA ESTELA DE LA NEW AGE


En su última novela incorpora algunos elementos de su biografía. Y es que la vida de Coelho ha sido muy complicada. Nace en Río de Janeiro en 1947. De joven, tuvo serios problemas con sus padres, que se vieron obligados a ingresarlo en varias ocasiones en un psiquiátrico (éste es el tema que recupera en la novela). Fue compositor de letras de rock y director artístico de la compañía CBS en Brasil. En varias ocasiones fue detenido por la dictadura militar y expulsado de su país.


De joven perdió la fe católica y se zambulló en los peligrosos paraísos artificiales que pusieron de moda la cultura hippy. Recuperó la fe tras un viaje a Roma, decisión que confirmó después de recorrer el Camino de Santiago.


Pero cuando Coelho habla de la fe católica conviene matizar. Él es católico a su manera, partidario de una religiosidad que tiene mucho de cóctel (cuarto y mitad de catolicismo, medio kilo de pensamiento oriental, mitad de cuarto de ocultismo y el resto de experiencias gnósticas y esotéricas). El resultado es una religiosidad vacía de compromiso, en la órbita del melifluo new age, que tranquiliza las conciencias, que rebaja la experiencia con la divinidad y que supone una peligrosa estafa religiosa que algunos, sin embargo, admiran acríticamente como el paradigma de la religiosidad del nuevo milenio.


En su última novela abandona el tono esotérico de su producción literaria para centrarse en un asunto más humano y existencial.


POBRE VERÓNIKA


Verónika es una joven de Eslovenia que intenta suicidarse. Los motivos que la obligan a tomar esta decisión no están muy claros. La intentona resulta fallida y Verónika es ingresada en un psiquiátrico. Pero nada de lo que ocurre en este mundo sucede por casualidad, nos dice Coelho. En el hospital, gracias a la ayuda de los médicos y de unos enfermos que comparten sus dudas y angustias, Verónika descubre que la vida tiene otro sentido, otra finalidad, que el amor transforma todo, que nuestros sueños tienen un sentido.


Como en el resto de sus novelas, lo más determinante es el mensaje, que convierte en calderilla los anhelos de gran parte de la humanidad. La manera de abordar un tema tan universal es por la vía de la superficialidad literaria y existencial, con unos personajes de telenovela que se comportan como peleles en manos de un autor omnisciente que, ante todo, quiere subrayar su mensaje idealista sobre la existencia. Pero aunque lo religioso no ocupe un lugar prioritario, sí que está en el fondo de todo, difundiendo una nebulosa espiritualidad, donde Dios se convierte en una bonita y ambigua excusa para que todos los sucesos tengan sentido, lo que facilita la búsqueda de la autorrealización y la seguridad personal.


FENÓMENO SOCIOLÓGICO


Literariamente, poco hay que decir de Coelho (lo poco ya está dicho). No parece un autor que vaya a dejar mucha huella en la historia de la literatura, aunque sus ventas sean millonarias. Más bien parece que su literatura y su mensaje pseudorreligioso son un elaborado producto de nuestro tiempo, cuando el supuesto renacer religioso se ha transformado en algunos casos en una caótica y sincrética ensalada de religiones. ¿Místico, gurú, visionario, escritor, farsante...? A lo mejor la respuesta está en el marketing.


PALABRA, nº 431, mayo-2000

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# 42 BIB - El sentido de la vida - Categoría: Bibliografía

martes, enero 16, 2007

La libertad y el mal

Algunos pueden preguntar si Dios es capaz de hacer una cuerda con un único extremo, o un círculo cuadrado, pero tales cosas no tienen sentido. La omnipotencia de Dios significa poder para hacer todo lo que es intrínsecamente posible. En otras palabras, se pueden atribuir milagros a Dios, pero no tonterías. El hecho de que Dios no pueda llevar a cabo aquello que sea un contrasentido, no contradice de ninguna manera la noción de que es también poderoso y capaz de llevar a cabo su voluntad.

Se ha creído durante mucho tiempo que Dios se encuentra limitado por las leyes de la lógica. Si no tiene sentido hacer triángulos en los cuales la suma de sus ángulos interiores sea superior a 180 grados, sería igualmente un sinsentido esperar que Dios crease seres libres sin los peligros inherentes a su creación. Incluso Dios es 'incapaz' de crear una comunidad de personas sin que, de hecho, pueda producirse una situación en la cual el mal se extienda. En otras palabras, Dios no puede crear algo independiente y mantener el control completo sobre ello o limitarlo.

El problema del mal hace su aparición junto con el problema de la libertad, incluso cuando no está en juego con claridad una decisión de carácter moral. Por ejemplo, no podemos disponer de agua que sacie nuestra sed pero que no ahogue a la gente. Es imposible tener un fuego que caliente nuestros hogares pero que no abrase nuestra piel. Tampoco es posible para Dios crear mentes que sean libres y que no tengan la posibilidad del mal. Esto no es lo mismo que decir que la creación requiera el mal, sino que lo que afirmamos es la idea de que es absurdo esperar de Dios que haga unas criaturas que carezcan de las características y las posibilidades de ambos, el bien y el mal.
(Basado en Howard Mumma, El existencialismo hastiado, Voz de Papel, Madrid 2000, pp. 152s.)
La Teodicea nace como un intento de justificar la existencia de Dios frente al problema del mal. El primero en plantear la existencia de Dios desde esta perspectiva fue Leibniz. A lo largo de la historia de la filosofía la cuestión ha ido enriqueciéndose y los autores que han intervenido en el debate son numerosos. Para estudiar la cuestión desde una perspectiva clásica ver: Journet, Charles, El mal, Rialp, Madrid 1965. En cambio, si se desea profundizar en la discusión más reciente, se puede acudir a Plantinga, autor cuyo pensamiento ha sido recogido en un libro que él mismo prologa: Conesa, Francisco, Dios y el mal: La defensa del teísmo frente al problema del mal según Alvin Plantinga, Eunsa, Pamplona 1996.
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lunes, enero 08, 2007

La verdad os hará libres (y II)

Continuación de servicio anterior

... ¿Con qué resultado?

Bien, al parecer nunca el hombre se ha sentido menos libre que en los tiempos que corren. Ha roto todos los lazos que le unían a Dios y le obligaban con él, pero se ha esclavizado hasta extremos re­pugnantes, hasta extremos tales como justificar el uso de las drogas como pro­cedimiento de liberación, la perversión sexual como una ruptura de limitaciones y la trasgresión de las leyes de la natu­raleza como una conquista del hombre. Se opone la autoridad a la libertad como si fueran dos contrarios incompatibles, se abomina de todo orden, de toda disci­plina, como si el orden y la disciplina y la obediencia no pudieran ser el resulta­do de una libertad bien vivida, algo que se asume libremente, conscientemente, deliberadamente. Una mentira diabólica -el demonio es «mentiroso y padre de la mentira. No hay verdad en él»- em­papa las mentes y las oscurece; es como una nube espesa que oculta la verdad, la desfigura, la entorpece, la suplanta.

En el fondo de esta nota característica de nuestro tiempo hay un orgullo malsa­no, ese tipo de orgullo que ha llevado a diagnosticar la muerte de Dios y la ma­durez de la humanidad. La humanidad ha alcanzado la madurez y ya no necesita un Padre. Pero tampoco esto es un ade­lanto, sino una regresión:

Se descubre también la ira de Dios, que descarga del cielo sobre toda la impiedad e injusticia de aquellos hombres que tienen apri­sionada injustamente la verdad de Dios, puesto que ellos han reconoci­do claramente lo que se puede cono­cer de Dios. Porque Dios se ha ma­nifestado. En efecto, las perfeccio­nes invisibles de Dios, aun su eterno poder y su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas; y así, ta­les hombres no tienen disculpa. Por­que habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le die­ron gracias; sino que devanearon en sus discursos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas, y mien­tras que se jactaban de sabios, pasa­ron a ser unos necios, hasta llegar a transferir a un simulacro en imagen de hombre corruptible, y a figuras de aves y de bestias cuadrúpedas y de serpientes, el honor debido sola­mente a Dios incorruptible.

Por lo cual, Dios los abandonó a los deseos de su corazón, a los vicios de la impureza, en tanto grado que deshonraron ellos mismos sus pro­pios cuerpos. Ellos, que habían co­locado la mentira en lugar de la ver­dad de Dios, dando culto y sirvien­do a las criaturas en lugar de ado­rar al Creador, el cual es bendito por todos los siglos, amén. Por eso los entregó Dios a pasiones infames. Pues sus mismas mujeres invirtie­ron el uso natural en el que es con­trario a la naturaleza. Del mismo modo, también los varones, dese­chando el uso natural de la hembra, se abrasaron en amores brutales de unos con otros, cometiendo torpe­zas nefandas varones con varones, y recibiendo en sí mismos la paga me­recida de su obcecación. Pues como no quisieron reconocer a Dios, Dios los entregó a un réprobo sentido, de suerte que han hecho acciones indig­nas, quedando atestados de toda suerte de iniquidad, de malicia, de fornicación, de avaricia, de perver­sidad; llenos de envidia, homicidas, pendencieros, fraudulentos, malig­nos, chismosos, infamadores, ene­migos de Dios, ultrajadores, sober­bios, altaneros, inventores de vicios, desobedientes a sus padres, irra­cionales, desgarrados, desamorados, desleales, despiadados. Los cuales, en medio de haber conocido la justi­cia de Dios, no echaron de ver que los que hacen tales cosas son dignos de muerte; y no sólo los que las ha­cen, sino también los que aprueban a los que las hacen (Rom 1, 18-32).

Bien, quizá hoy no se pueda hablar con propiedad de imágenes de bestias cuadrúpedas, aves y serpientes adoradas por el hombre; quizá sean computado­ras u otros logros humanos, acaso sus propias teorías sobre la vida y la muerte, y lo que hay después de la muerte. Pero el panorama no parece muy distinto en cuanto a todo lo demás. No es un signo esperanzador, sino un síntoma grave, que se haya considerado como un gran avance la formulación de los derechos humanos (precisamente al acabar una guerra en la que tantas muestras de in­humanidad se habían dado), tan olvida­dos o en desuso estaban. Y están, me pa­rece a mí.

El mundo, si uno lee los periódicos, pa­rece que lleva camino de convertirse en una verdadera jungla. Y el hombre de hoy, tan maduro y con una libertad ab­soluta, lleva camino de una degradación tal corno jamás la conocieron los siglos, sólo que peor aún, porque antes Cristo, que es la Verdad, no había venido aún. Ahora, en cambio, se le desprecia como a Dios aun cuando sentimentalmente (¿o deliberadamente?) se le admire como hombre, como un buen hombre.

Sólo que el pensamiento del hombre, aunque pueda lograr muchas adhesiones, es impotente contra la realidad. Y la rea­lidad es que Jesucristo es el Hijo de Dios, Dios verdadero, la Verdad total. «Pense­mos lo que sería de nuestra libertad si existiese realmente una verdad, una sola verdad, que midiese todas las demás ver­dades y con cuya falta dejarían de ser verdaderas» (Singrid Undset). Esta ver­dad existe, y en una Verdad viva, y el hombre contemporáneo no la soporta. Esa Verdad es piedra angular y piedra de escándalo, pero la única que puede dar libertad al hombre porque le libera de su propio egoísmo. Pues un hombre no es propiamente libre cuando hace lo que quiere, sino cuando quiere lo que debe, puesto que la libertad no se refiere al hacer, sino al querer. Y hace falta que la voluntad esté muy libre de ataduras para aplicarse al deber que, a veces, no coincide con el gusto, ni con el capricho, ni con la comodidad, ni con el interés. Es esta calidad de la libertad la que da la medida de la hombría, porque un hom­bre que lo sea de verdad hace lo que tie­ne que hacer, con ganas o sin ellas, y ade­más responde de sus actos, pues no hay libertad donde no existe responsabilidad. Ni un niño ni un demente pueden gozar de libertad, porque ninguno de los dos tiene capacidad para usar de la razón y por eso son irresponsables. Y no deja de ser sintomático que hoy en día, cuando en nombre de la libertad se rechaza toda verdad que no sea la verdad científica (pequeñas verdades que no afectan esen­cialmente al ser del hombre, aunque pue­dan destrozarlo o curarlo), las técnicas para eximirle de la responsabilidad de sus actos han llegado a una perfección insospechada.

Un hombre siempre es capaz de decir, en lo más íntimo de su ser, sí o no, quie­ro o no quiero, lo acepto o me rebelo, y eso aun cuando la coacción exterior sea extrema. Y puede hacerlo en virtud del libre albedrío que tiene todo hom­bre por el simple hecho de ser una cria­tura racional, hecho a imagen y seme­janza de Dios. Pero libertad, propia­mente libertad, sólo aquellos que están libres de la servidumbre del pecado la gozan. Personalmente creo mucho más en la libertad de un santo (pensad, por ejemplo, en Santa Teresa o San Francis­co de Asís) capaz de conocer la voluntad de Dios -la verdad-, de querer hacerla y de hacerla a pesar de todo, que en la de cualquier sujeto que se llame libre por el mero hecho de no ser gobernado sino por impulsos ciegos, caprichos in­coherentes o furiosos instintos.

Cuando un hombre no tiene otro víncu­lo que lo ate que su adhesión a Dios -la Suma Verdad-, ese hombre es el más li­bre de todos, porque participa de la ver­dad de Dios y «la verdad no está encade­nada». Es el caso de los santos. Pero no hay cadena más pesada que la del hom­bre inexorablemente solo y sin arraigo, pues «la libertad se convierte en arbitra­riedad o capricho cuando la verdad es re­chazada, porque entonces el egocentris­mo se convierte en norma». Creer que uno es libre porque rompe los manda­mientos de Dios, o porque abofetea al prójimo si le apetece hacerlo, o porque embadurna la casa ajena (nunca la pro­pia) para dejar constancia de su protes­ta, es muestra tan sólo de incapacidad y de mentira, es decir, de esclavitud. ¿O es que el lujurioso, el que se droga, el vio­lento, se hace libre por el mero hecho de romper unas normas? ¿De qué se libe­ra, si es posible saberlo?

Libertad es una palabra grande, una palabra que hoy goza de un prestigio mu­cho mayor que la palabra verdad; pero no se puede dar libertad sin verdad. Por eso nuestra época, que rechaza la verdad en nombre de la libertad, tampoco cono­ce lo que es ser auténticamente libre.

Nunca se ha pecado con más insolencia (siempre, claro está, en nombre de la li­bertad), pero nunca -- a no ser, quizá, en la época que describe San Pablo en su epístola a los romanos- se han sentido los hombres menos libres. Verdadera­mente, el yugo que Dios impone es infi­nitamente más suave y ligero que el que los hombres nos imponemos a nosotros mismos en nombre de la libertad.

En último extremo, la realidad es lo que de verdad cuenta. Si se prescinde de ella, uno acaba estrellándose después de haberse debatido estérilmente. La acep­tación voluntaria de lo que es, la humil­dad de someterse a la ordenación de Dios, de acoger la verdad con todas sus consecuencias, es el único camino para que el hombre se realice en la libertad. En otras palabras: rechazar a Cristo, cualquiera que sea la forma en que el hombre lo haga, es el mejor procedi­miento para convertirse en esclavo de un duro amo, llámese éste ideología, pasión, impulso o lo que sea.

Si yo me atreviera a aconsejaros, os diría a aquellos de vosotros que habéis creído en El, que seguís creyendo en El, que perseveréis en su doctrina, pues en­tonces conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Y si alguien tiene que transformar este mundo -cosa que, al parecer, os entusiasma-, esos serán los hombres capaces de creer en la verdad y, por ello, de ser verdaderamente libres.


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